Muchas de las fotos de este blog son de Ramiro Sisco con la comunidad Pilagá, en Las Lomitas, provincia de Formosa, Argentina.

viernes, 25 de marzo de 2016

40 AÑOS DESPUÉS







Pablito

Cuando el guardia se lo llevó de la mano, Pablito habrá recordado los días en los que el papá lo llevaba al colegio, apretando su palma un poquito más fuerte al cruzar las calles de Palermo para llegar a la Escuela Armenia Argentina, donde cursó la primaria.

Tenía catorce años cuando lo secuestraron, y la misma edad cuando ese guardia lo guió con los ojos vendados por los pasillos de la ESMA mientras le decía al oído que se iba en libertad.

A Pablo Míguez lo detuvieron algunos meses antes junto a su mamá, Irma Beatriz Márquez, y al compañero de ella, Jorge Capello. Los tres fueron llevados al centro clandestino El Vesubio, en Ricchieri y General Paz. Allí Pablo fue torturado delante de su madre y ella violada frente a él para obligarla a firmar la escritura de su casa en favor de los secuestradores, según relata Lila Pastoriza, que convivió con Pablito en la ESMA, cuando llegó desde el Vesubio. “No te preocupes, tanto no me dolió”, la consoló Pablo cuando Lila se desesperó con su relato.

“Era un chico vivaz, con su carita de pibe travieso, sus pecas junto a la nariz, sus ojos de chispazos, su cuerpo esmirriado, y lamentaba no haberse podido despedir de su madre cuando dejó el Vesubio. Alguna noche despertaba lloroso y yo trataba de consolarlo, ‘soñé con mi mamá’ me decía, mientras esperaba que lo lleven con su padre, que no era militante político y que desde afuera hacía gestiones para salvarlo”, recuerda Lila.

“Pablo era bueno para el ajedrez, y el mayor Durán Sáenz, jefe del Vesubio y uno de sus peores verdugos, lo obligaba a jugar con él largas partidas. Repartía mate cocido y a veces llevaba los tachos con orín de otros prisioneros. A la noche le ponían cadenas, y a pesar de que era un niño, lo torturaron mucho,” cuenta Hugo Luciani, sobreviviente del Vesubio.

Pablito estuvo más de un mes en la ESMA hasta que fue “trasladado”. Poco antes disfrutó una cuchara de dulce de leche con que alguien lo convidó por debajo de la capucha que cubría su cabeza. Con ese sabor y con la promesa del guardián que lo llevaba de la mano, Pablo Míguez dejó el centro clandestino creyendo que lo liberaban. Nunca, nadie, lo volvió a ver.


Navidad

Diana Iris García era psicóloga recibida en la Universidad de la Plata y militaba en Montoneros. Estaba de novia con Miguel Coronato Paz, hijo del recordado guionista de radio y TV que hizo reír al país durante la década del sesenta con personajes como “Felipe”, protagonizado por Luis Sandrini, o La Revista de Dringue, con Dringue Farías. A Miguel lo secuestraron en febrero de 1977 y a ella unos meses antes, el 15 de octubre de 1976, en la esquina porteña de Córdoba y San Martín. Diana pudo gritar su nombre y algunos testigos hicieron trascender el operativo, que fue reflejado por Radio Colonia y el diario La Razón.

Su hermana Célica y sus padres comenzaron a buscarla en comisarías, cuarteles, hospicios y llegaron hasta las puertas de la propia Escuela de Mecánica de la Armada. Allí adentro estaba Diana y allí la mataron, pero de eso se enteraron años después, por el testimonio de algunos sobrevivientes.

Entre las tantas audiencias que pidieron, consiguieron una con Monseñor Emilio Graselli, secretario castrense y capellán del Ejército, quien prometió ayudarlos. Y lo hizo a su modo.

La familia de Diana García recibió en diciembre del 77 una tarjeta navideña que decía: “El respeto a los derechos humanos es el camino más seguro hacia la paz. Sin ausencias, sin angustias, sin odios”. Y para terminar: “Es el anhelo de los argentinos para cristalizar el propósito enunciado por el presidente teniente general Jorge Rafael Videla”. La firmaba el Cardenal Raúl Francisco Primatesta, presidente de la Conferencia Episcopal Argentina.

Célica García llevó esa postal cuando declaró en el juicio ESMA, en mayo de 2013, y la mostró a los jueces. Un dibujo acompañaba al texto, era un pino navideño rodeado por fantasmales siluetas humanas. “Esto fue lo que mi madre recibió para que tengamos una Navidad feliz”, dijo Célica, mientras sostenía la tarjeta en sus manos para que todos pudieran mirarla.


Adopción*

En setiembre de 1976, en Mar del Plata, una patota policial irrumpió en la casa donde vivían G, su marido R y sus tres hijos pequeños. Rompieron todo, robaron todo y secuestraron a R.

Algunos se fueron con él a buscar al hermano de G y a su cuñada, mientras otros se quedaron de guardia en la casa esperando la llegada de más militantes. La vigilia se hacía larga y los guardias se aburrían, así que decidieron violar a G para acortar las horas: la pusieron sobre la mesa de la cocina y mientras le apoyaban un arma en la cabeza, se turnaron para abusar de ella. “Durante horas hicieron lo que quisieron conmigo”, dijo G cuando le tocó declarar en el juicio, muchos años después.

Veinte días más tarde, golpeado y torturado, R volvió a su casa, y dos meses después se enteraron que G estaba embarazada. “No quiero ese bebé –dijo R–, es hijo de una violación, es hijo de torturadores, de asesinos, no lo quiero”. G, empecinada con la vida, decidió llevar adelante su embarazo, pero cuando nació el niño lo entregaron en adopción, lo que significó también el fin del matrimonio.

G nunca pudo resignarse a la ausencia de ese niño que, aunque fuera hijo del horror, había crecido en su vientre. Muchos años después, junto a sus tres hijos, que conocían la existencia de un hermano, comenzaron su búsqueda.

El, desde la otra punta, y sabiendo que era adoptado, también caminaba hacia el encuentro. Facebook hizo el milagro de cruzarlos y treinta y cinco años después G se abrazó con su hijo.

El muchacho es tan parecido a R que ni siquiera hacía falta el ADN para confirmar que ese chico, ahora un hombre, criado en otra familia, no era hijo de la violación. Era hijo de ellos dos: de R y de G.

Treinta y cinco años después G recuperó a su hijo, en cambio nunca pudo recuperar a su hermano y su cuñada, que fueron ferozmente torturados y asesinados en el centro clandestino La Cueva, de Mar del Plata, según supo por testimonios de algunos sobrevivientes.


Albareda

Ricardo Albareda era Subcomisario de la policía de Córdoba y era, también, miembro del aparato de inteligencia del ERP (Ejército Revolucionario del Pueblo) en la provincia.

Albareda se había recibido de Ingeniero en Comunicaciones en la Universidad Nacional de Córdoba y el clima político de los años setenta lo marcó para siempre, sellando su compromiso militante por encima de su brillante carrera policial, a la que parecía predestinado por tradición familiar: su padre y sus dos hermanos también eran policías.

Con acceso directo a la frecuencia de la radio policial, Albareda salvó cientos de vidas desviando los operativos, distrayendo a las patrullas con objetivos falsos o avisando a sus compañeros del ERP cuáles eran los allanamientos programados, para que tuvieran tiempo de escapar antes que llegaran las fuerzas represivas.

“Su condición de policía lo aislaba de cualquier actividad política que no fuera esa función esencial: salvar la mayor cantidad de vidas posibles. No tenía funcionamiento en células y no asistía a ninguna reunión para compartir ideas, discutir o abrazarse con quienes eran sus verdaderos compañeros de ruta. El vivía rodeado de asesinos y torturadores a los que despreciaba, pero con los que debía compartir horas y uniforme. No fue sencilla su vida, en esa contradicción permanente entre militante y policía”, recuerda uno de los pocos compañeros que sobrevivieron y que lo trataron en aquel entonces.

Casi nadie supo en esos años de la existencia de Albareda, ni de su trascendente tarea de salvar vidas arriesgando la propia. El no dormía con el enemigo, él vivía con el enemigo y no se despegaba nunca de su handy, porque cualquier distracción suya era una condena a muerte para sus compañeros. Así vivió Ricardo Fermín Albareda hasta el 26 de setiembre de 1979, cuando le faltaban días para ser ascendido a Comisario y a jefe de Comunicaciones de la policía cordobesa.

Esa noche fue secuestrado por la patota del D2 (Informaciones de la policía cordobesa) y llevado al centro clandestino de detención “Casa de Hidráulica”, frente al lago San Roque, en un paisaje bucólico y tan sereno que podía escucharse el canto de los pájaros y el ruido del agua. Un infierno en el paraíso.

Allí fue asesinado Albareda, según confesó ante los jueces, el 28 de octubre de 2009, el ex policía Ramón Roque Calderón:

“He visto cosas que la mente humana no puede creer. Pedro Telleldín (jefe de la D2) y los policías Hugo Cayetano Britos y Américo Pedro Romano llegaron con Albareda, que estaba de uniforme y esposado, lo ataron a una silla con alambres, le arrancaron las insignias, le dieron una golpiza salvaje y enseguida Telleldín sacó una navaja y le dijo a Albareda: ‘Usted camina por el peso de las bolas. Se las voy a cortar’. Y le cortó los testículos”. Luego le contaron los otros policías que “Telleldín le introdujo los testículos en la boca a la víctima y se la cosió, pero antes pusieron música muy fuerte para tapar los gritos desesperados de Albareda. Mientras el subcomisario se de-sangraba, los torturadores se sentaron a comer un asado. Antes de irse, cargaron el cuerpo en un auto como una bolsa de papas y nos ordenaron que limpiáramos la sangre con lavandina. Con los hermanos Alberto y Hugo Carabante, que eran mis compañeros de guardia, cumplimos la orden y nos fuimos a dormir.”


* Fuente: Putas y guerrilleras, de Miriam Lewin y Olga Wornat, publicada por Editorial Planeta.












viernes, 4 de marzo de 2016

Ningún NIÑO, ninguna NIÑA, debe vivir ese MIEDO inexplicable






Un médico argentino calificó como “víctimas propiciatorias” a las dos chicas asesinadas en Montañita. La escritora ecuatoriana María Fernanda Ampuero escribe sobre la violencia de género más allá de la situación y del lugar del mundo por donde se ande.



Yo

Cuando tenía ocho años, el hijo adolescente de unos amigos de la familia me molestó. Sexualmente. No hubo violación ni forcejeo. Ni desnudez o gritos aplastados por la mano grande de un mayor.

Nada de eso.

Pero él era ya un hombre y yo absolutamente niña y me pidió besos en la boca y que fuera su novia y se arrodilló para estar a mi altura y se acercó a mí hasta que pude oler su aliento –que ahora huelo con el mismo miedo- y me arrinconó contra un mueble y el pomo se me clavó en la espalda causándome más dolor y me pidió besos. “Para el amor no hay edad”, repitió. “Para el amor no hay edad” y luego me llevó al closet y ahí no había luz y yo le dije, mucho, que por favor me dejara ir y él que no tuviera miedo, que fuera buena, y me tocó la cara, el pelo, y me dijo que por qué no quería ser su novia si yo era muy bonita y yo le gustaba mucho y por qué él no me gustaba a mí y lo iba a hacer sentir triste si no le daba un beso.

Imagino mi mirada y el desconcierto. Ningún niño, ninguna niña, debe vivir ese miedo inexplicable, un miedo adulto que te sume en la confusión: a lo sexual, a excitarse y excitar. No, joder, los niños tienen que reír y ser niños y asustarse con cosas que asustan a los niños como fantasmas, no sexos erectos.

Malditos sean todos.

Lo que vino después lo tengo borroso. ¿Un ruido? ¿Me escabullí por debajo de su brazo? Sé que escapé escaleras abajo como esos animalitos a los que niños crueles han estado torturando con encendedores y que no paré de correr hasta estar metida debajo de las colchas entre mi mamá y mi abuela.

Sé que lo conté temblando y llorando y que ellas, mujeres como yo, intentaron convencerme de que aquello no había sido importante: es un chico juguetón. Sí, eso es lo que pasó.

Olvídalo María Fernanda, entiérralo treinta años.

¿Será (o es que soy idiota y no lo entiendo) que a veces las madres tienen más miedo de que se ofendan sus maridos, padres, hijos, hermanos, amigos, cuñados que decirles: oye, tú estás abusando sexualmente de mi niña?

Debe ser lo primero: yo soy idiota.

No. No me violaron. Nunca me han violado. Pero esa tarde, apenas unos minutos después de que hiciera trenzas en la cola multicolor del caballo de la Rainbow Bright, un hombre mató mi inocencia.

No estaba en Montañita, no estaba en un país lejano, no estaba siendo imprudente, no “viajaba sola”, ni siquiera había salido de mi casa, mi mamá estaba ahí cerca, me rodeaba todo lo que consideraba seguro del mundo. Las paredes rosadas, las estanterías con peluches y libros de pintar.

Tenía ocho años.

Mi única “culpa” fue haber nacido con una vagina en medio de las piernas.

Pero quién sabe, seguro que alguien piensa: vaya con estas, siempre inquietando a los hombres, desde pequeñitas, qué problema. Algo habrá hecho esa mosquita muerta para forzar a ese chiquillo, un jovencito de su casa, a decirle esas tonterías, cosas inocentes, ¿Qué mal pueden hacer? Él estaba jugando, ¿Cómo van a creer que tuviera malas intenciones? Por favor, sólo en la sucia cabeza de esa niña que ya no sabe qué inventar para llamar la atención.

Es “teatrera”. Esa era la palabra que a partir de entonces usaban para referirse a mí: teatrera.

Se solían reír de la teatrera.

Nadie nunca dijo nada. Mis padres y sus padres siguieron siendo tan amigos, viéndose muchísimo, lo que significa que yo tuve que seguir viéndolo a él aunque en cada fiesta me arrinconara en una esquina, como un conejito en un salón lleno de lobos. Me convertí en una niña más triste. En una adolescente más rebelde. En una mujer más desencantada. Lo que pasó, pasó dos veces: la primera ahí, en ese closet oscuro, y la segunda frente a mi familia, que no hizo nada. Mentira. Que se fue al bando de los malos.

Violencia sobre violencia: si no te defienden es que algo habrás hecho.














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